Soy de San Sebastián. Una ciudad preciosa, pequeña, en la que casi todos somos parecidos. Mismo idioma, mismas costumbres, misma forma de entender el mundo, incluso de discutirlo. Allí, la diferencia cultural apenas se nota. Y, si se nota, es más por matices de barrio o por política que por diversidad real. Uno crece con una idea bastante homogénea de cómo se hacen las cosas.
Por eso, mudarme a Brisbane ha sido, en muchos sentidos, un choque brutal.

Esta ciudad no solamente es de fundación anglosajona, sino que es un auténtico mosaico humano. Aquí convives con personas de todas partes: chinos, indios, libaneses, griegos, vietnamitas, italianos, coreanos, sudafricanos, colombianos, nepalíes… un no parar. Al principio me pareció algo hermoso. Una ciudad donde todo el mundo es bienvenido. Donde puedes ir a comer pho vietnamita un lunes, sushi el martes, curry el miércoles y una parrillada argentina el jueves. Es como dar la vuelta al mundo en media hora.
Pero pasado el entusiasmo inicial, empecé a notar las costuras. A ver las partes donde esa diversidad, cuando no se integra del todo, empieza a generar problemas. Uno de los ejemplos más tontos (pero también más reveladores) es el del tráfico.
En San Sebastián, todo el mundo conduce más o menos igual. Cuando alguien conduce mal, lo hace dentro de un patrón reconocible. Puedes anticiparlo. Sabes si va a frenar tarde, si va a girar sin poner intermitente o si va a hacer una rotonda al estilo “donostiarra”. Aquí en Brisbane eso no pasa. Aquí la mala conducción es imprevisible. Porque la gente no conduce mal a secas: conduce mal a su manera, según lo que era normal en su país de origen.
Un conductor indio puede frenar como si estuviera en Delhi. Uno chino, girar como si estuviera en Guangzhou. Un australiano del interior puede ir con una pachorra que en ciudad no tiene sentido. Yo mismo conduzco con mis vicios españoles. Y todos creemos que lo estamos haciendo bien, porque estamos conduciendo como “nos enseñaron”. Pero los estándares son distintos, y cuando todos esos estándares se mezclan sin unificarse, lo que resulta es confusión. A veces, a secas, resulta en peligro.
Y lo que pasa en la carretera pasa también en otros ámbitos: en la manera de hacer cola, en cómo se habla en público, en cómo se discute, en cómo se cuida el espacio común. Donde uno ve respeto, otro ve frialdad. Donde uno ve cercanía, otro ve falta de educación. Todo eso puede convivir, sí, pero no siempre convive bien.
Esto no es un ataque al multiculturalismo. O sí, pero quizá a medias… realmente creo que tiene cosas maravillosas. Pero también creo que tenemos que dejar de tratarlo como si fuera un dogma incuestionable. Meter muchas culturas diferentes en el mismo espacio no garantiza la armonía. A veces, lo que genera es lo contrario con una especie de babel caótica donde nadie entiende del todo al otro. Y eso, en el día a día, se nota más de lo que pensamos.
Multiculturalismo no es solo diversidad. Es también integración. Es aprender a convivir de verdad. A saber cuál debe ser la cultura común, sin imponer, pero también sin tolerar que cada uno actúe como si viviera en su país de origen. Porque no lo está. Está aquí. Estamos todos aquí. Y para que esto funcione, no basta con celebrar nuestras diferencias: hay que aprender a ponernos de acuerdo en unas pocas cosas esenciales.
Aunque sea en cómo tomar una rotonda.