Aquí estamos, señoras y señores, de nuevo en este basurero digital donde alguien hackeó Ashley Madison y aireó los trapos sucios de miles de infelices. Nombres, correos, fantasías a medio cumplir, todo esparcido como estiércol en un campo de chismorreo. La manada, con esa mezcla de morbo y falsa virtud, se lanza a titulares que gritan, foros que hierven, aplicaciones para fisgonear si el vecino o el jefe andaban buscando un revolcón a escondidas. En un parpadeo, vidas privadas reventadas, expuestas al sol como carroña para que los buitres de la opinión pública picoteen a gusto.
Y yo me pregunto: ¿quién coño somos nosotros para jugar a ser jueces? ¿Qué sabemos de los dormitorios ajenos, de los pactos tácitos, de los vacíos que cada cual llena como puede? Vivimos en una época que se mira como abierta, de moderna, donde se habla de poliamor, de matrimonios que se abren como ventanas, de acuerdos que no preguntan ni cuentan. Pero, ay, cuando sale a la luz un portal como Ashley Madison, la misma sociedad que presume de progresista saca el látigo y la picota. “Infieles”, gritan, como si la vida fuera un catecismo y el amor un contrato notarial.
Sí, habrá cretinos/as en esa lista, no lo dudo. Tipos/as que mienten, que traicionan, que juegan sucio. Pero, ¿y qué? ¿Acaso cada relación no es un mundo con sus propias leyes? Lo que desde fuera huele a engaño, dentro puede ser un trato, un silencio compartido, una rendija para respirar. Nadie, ni tú ni yo, tiene derecho a meter la nariz en ese cuarto cerrado. Nadie sabe, ni debería saber, qué hay detrás de una puerta que no es la suya.
Y sin embargo, aquí estamos: linchando, señalando, poniendo nombres en la plaza del pueblo como si fuéramos los guardianes de la decencia. Sin contexto, sin preguntar, sin dudar. “Infiel”, dice el veredicto, y a otra cosa. Como si en la vida todo fuese blanco o negro, como si el amor tuviera un solo molde y todo lo que no encaja mereciera la hoguera. Qué fácil es apedrear desde el anonimato de la pantalla, qué cómodo identificarse con la superioridad moral.
Y, ojo, esto no va solo de Ashley Madison
Es la misma fiebre que nos lleva a crucificar al que no vota como nosotros, al que no vive como nosotros, al que no ama como nosotros creemos que se debe amar. Nos hemos convertido en una panda de fisgones, de policías de la moral, con el dedo siempre listo para señalar al que se sale del establo. Y lo hacemos porque nos da miedo mirar dentro, porque es más fácil condenar al otro que preguntarnos qué cojones estamos haciendo con nuestras propias miserias.
La vida, amigos, es un laberinto. Hay historias que no conocemos, pactos que no entendemos, heridas que no vemos. Juzgar es barato y entender es un lujo que pocos se atreven a pagar. El problema no son los usuarios de Ashley Madison, ni sus líos, ni sus secretos. El problema es esta manía de creernos mejores, de pensar que nuestra verdad, en cualquier faceta de la vida, es la única que vale. El problema somos nosotros, que en lugar de vivir y dejar vivir, nos dedicamos a espiar, a sentenciar, a lapidar. Y mientras tanto, la única vida que de verdad nos incumbe (lo has adivinado: la nuestra) se nos escapa entre los dedos.