Dicen que “el césped siempre es más verde del otro lado de la cerca”, y parece que esta frase encaja a la perfección con la forma en que muchos en España (por lo que me toca), abordan la religión. A menudo, miramos hacia fuera con fascinación, respetando y admirando tradiciones ajenas, mientras ignoramos o incluso despreciamos lo que tenemos delante de nuestras narices. Pero, si algo tengo claro, es que no es necesario ser creyente para valorar la cultura, la historia y las tradiciones que han dado forma a nuestra sociedad. Yo mismo soy ateo, pero reconozco la importancia de la base cristiana en la identidad cultural europea. No hay que creer en Dios para admirar lo que, en su nombre, se ha construído.
Durante siglos, el cristianismo ha sido un pilar fundamental en Europa. No solo ha moldeado nuestras festividades, nuestra moral y nuestras instituciones, sino que también ha dejado un legado arquitectónico, artístico y filosófico que sigue creando admiración. Las iglesias, catedrales y monasterios que se alzan por todo el continente no son meros edificios de culto, sino monumentos que cuentan la historia de quiénes somos y de dónde venimos. Rechazar esto simplemente porque uno no cree en Dios es, en mi opinión, una visión reduccionista que nos priva de una parte esencial de nuestra identidad cultural.
Lo paradójico es que, a la vez que muchos rechazan participar en rituales cristianos en su propio país, estos mismos muestran un respeto casi reverencial cuando viajan a otros lugares como Indonesia, Tailandia o India. En redes sociales es común ver fotos de turistas españoles siguiendo rituales en sitios como Bali, maravillándose ante templos exóticos, mientras que en casa ignoran o incluso se burlan de las tradiciones cristianas que han definido a Europa durante siglos. Parece que, para muchos, lo ajeno siempre es más valioso, mientras que lo propio se considera caduco o sin importancia. Esta mentalidad de que “el césped siempre es más verde del otro lado de la cerca” revela una desconexión profunda con las raíces de uno mismo.
Es comprensible que, debido a la historia reciente y la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político, muchos se sientan incómodos con el cristianismo. La Iglesia ha sido vista durante mucho tiempo como una institución opresiva, ligada a regímenes autoritarios y al conservadurismo. Pero creo que es importante aprender a separar la religión de sus implicaciones políticas. Al final del día, el cristianismo no es solo una fe, es una parte integral de la cultura.
La secularización nos ha permitido avanzar como sociedad en muchos aspectos, pero también ha dejado un vacío que no podemos ignorar. No se trata de volver a la fe ni de imponer creencias, sino de reconocer el legado cultural que la religión cristiana ha dejado en Europa. Las iglesias no son solo lugares de culto, son arte, historia y cultura. Despreciarlas es despreciar nuestro propio pasado.
Personalmente, aunque no creo en Dios, siempre que entro en una iglesia reconozco su importancia. No porque sea un lugar sagrado en el sentido religioso, sino porque sé que es parte de la historia que me ha formado a mí, a mi familia y a la sociedad en la que vivo. Valoro esos espacios como parte de nuestro patrimonio común, al igual que valoro cualquier otra obra de arte o monumento histórico.
Creo que existe un reto de aprender a ver lo que tenemos delante con otros ojos. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de dejar que ese vacío cultural sea llenado por influencias que, por muy exóticas que parezcan, no tienen la misma conexión con lo que somos. Reivindicar la base cristiana de Europa no significa adoptar una postura religiosa, sino reconocer el valor cultural y la historia que nos define. Dejemos de mirar siempre hacia el otro lado de la cerca, y empecemos a apreciar el jardín que tenemos aquí, en casa.