La nostalgia y la transformación de nuestros sitios íntimos

- 18 June 2016 - 6 mins read

Acabo de regresar de mis vacaciones en España. Era la primera vez que visitaba mi tierra tras dos años viviendo en Brisbane.

No voy a hablar sobre el tema de volver a ver a la familia y amigos, sino por una revelación algo amarga: el impacto de los cambios que el tiempo, Internet y el turismo pueden causar en los lugares que amamos.

De adolescente, había un lugar que tenía como una especie de refugio personal: el mirador en la antigua ubicación del parador de Jaizkibel. Este rincón solía estar desolado, permitiéndome disfrutar de su soledad y silencio para reflexionar, ordenar mis pensamientos y encontrar algo de paz. Era un espacio que consideraba virtualmente mío, un pequeño mundo apartado del bullicio, donde las vistas al mar, monte y ciudad se mezclaban con la tranquilidad de la naturaleza.

Pero esta visita ha cambiado algo las cosas. Al regresar con la intención de revivir aquellos momentos, me encontré con una escena completamente distinta. El mirador que recordaba vacío y casi desconocido estaba repleto de autocaravanas y coches aparcados. Lo que había sido un lugar casi secreto había sido descubierto, convertido en una parada más en la ruta de los turistas, gracias a las guías online y las redes sociales que promueven estas “hidden gems” como si fueran bienes colectivos.

La sensación fue, como menos, desconcertante. El espacio que había sido tan personal y significativo para mí ahora era compartido con desconocidos que llegaban en masa, armados con cámaras y Google Maps. Sentí, de una forma extraña, como si me hubieran desplazado de mi propio rincón. No porque no pudiera estar allí, sino porque la esencia de lo que había significado para mí se había diluido en esta nueva realidad.

Es innegable que el turismo trae beneficios económicos y pone en valor lugares antes olvidados. Yo mismo soy un turista cuando voy a otros lugares. Pero el turismo también plantea preguntas importantes sobre el equilibrio entre el descubrimiento y la preservación. Cuando un sitio especial para los locales se convierte en un destino para multitudes, ¿qué se pierde en el proceso? Quizá sea inevitable que los tiempos cambien, que los rincones secretos dejen de serlo y que lo íntimo se transforme en público. Pero también deja un vacío en aquellos que vieron en esos “txokos” una extensión de su propia identidad.

Durante mi visita he ido al mirador varias veces, intentando encontrar algo de aquella sensación original. Sin embargo, da igual el día o la hora, siempre hay autocaravanas, siempre hay gente. Es como si el lugar hubiera cambiado de piel, adaptándose a una nueva realidad en la que yo ya no encajo del todo.

Quizá, como los jazmines que alguien juraba oler donde ya no existían, lo que busco no está realmente allí, sino en mi recuerdo. Tal vez esa conexión pertenezca al pasado, a una versión mía que tampoco existe. Y, sin embargo, no puedo evitar desear que hubiera una forma de proteger esos espacios, de mantener intacta esa última frontera entre lo local y lo global, entre lo personal y lo colectivo.

Hoy, ese mirador de Jaizkibel sigue siendo un lugar especial, sin duda, pero ya no es el lugar al que solía ir. Y quizá eso sea lo más difícil de aceptar: que no es solo el sitio lo que ha cambiado, sino también el cómo me relaciono con él.


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