Cuando uno vive en España (o cualquier otro país, que la estupidez es patrimonio universal), cree que es obligatorio tener opinión sobre todo. Si no opinas, eres un cobarde. Si no te indignas con el trending topic de hoy, te miran como a un bicho raro. Si no gritas con la tribu, te señalan. Y ahí vas, como un borrego con pretensiones, metido en la charca de siempre, croando tu consigna diaria como el resto de sapos satisfechos. Ahí, intentando no ser un equidistante de mierda.
Hasta que un día haces lo más decente que puede hacer un ser humano cansado de tanta basura: te largas. Yo lo hice. Australia, marzo de 2014. Y, de pronto, el milagro. Silencio. No hay un vecino berreando contra Rajoy. No hay un cuñado soltando bilis sobre Podemos. Ni siquiera las noticias te asaltan al instante, porque la distancia y el huso horario te protegen como un muro invisible.
Y descubres la gran verdad que nadie te dice: no pasa nada por no estar cabreado. Nada. El mundo sigue igual de jodido, pero tú respiras mejor. Te das cuenta de que toda esa urgencia por opinar es como fumar colillas mojadas: asqueroso, inútil y autodestructivo. Y lo más gracioso: no es cosa de España. En Australia también tienen sus tribus de gilipollas aullando, sus izquierdistas de salón y sus derechistas de caverna. Misma basura, pero rodeado de koalas y canguros.
La hemeroteca como el patíbulo de los mediocres
Y luego viene la segunda revelación. Que en cuanto abres la boca y sueltas una opinión, te encadenas. Te conviertes en esclavo de tus propias palabras. Aunque mañana la realidad te dé una hostia y aprendas algo nuevo, aunque veas claro que estabas equivocado, ya es tarde. Porque ahí estará tu frase, grabada y lista para que algún miserable sin oficio te la meta entre ceja y ceja. Y entonces, por orgullo, empiezas a defender la idiotez que soltaste como un náufrago aferrado a una tabla podrida.
Por eso callar es un lujo. Callar te hace libre. Te permite cambiar de idea sin dar explicaciones, sin pedir perdón, sin hacer el numerito. Callar es no entrar en la jaula mental del rebaño.
Y esto no es cobardía, coño. Es decencia intelectual. Lo que pienso hoy es por lo que sé hoy. Si mañana sé más, solo un perfecto imbécil seguiría pensando igual para quedar bien con cuatro memos. Pero vivimos rodeados de gente que es tan patéticamente orgullosa que prefiere ser coherente con su propia estupidez antes que honesta con su cerebro.
Yo, por poner un ejemplo cercano, cuando alguien me pregunta por un tema que hace meses que no toco, no escupo la primera ocurrencia. Me paro y reflexiono de nuevo: ¿sigo realmente pensando esto o he aprendido algo nuevo?
Y entonces está la guillotina moderna. Antes, las conversaciones eran humo. Lo que decías en el 2000 se lo llevaba el viento, como debía ser. Podías cambiar en 2005 y nadie te lo echaba en cara. Era normal. Era humano.
Ahora no. Ahora aparece un payaso con más rencor que cerebro, bucea en tu pasado digital y rescata un tuit viejo como un carroñero sacando un hueso podrido. Te lo lanza a la cara: “Mira, hace quince años decías lo contrario, gilipollas”. Como si cambiar fuera pecado. Como si el gilipollas aquí fueses tú. Y ahí va la jauría digital, babeando por un linchamiento. Porque esta tirada de guerreros de teclado necesita humillar para sentirse viva.
Así hemos creado un mundo de cobardes atrincherados. Ya no se exploran ideas. Nadie piensa. Se aferran a su opinión como un idiota se agarra a una piedra en mitad del río, donde prefiere ahogarse antes que reconocer que estaba equivocado. Aunque la evidencia les reviente en la cara, siguen, como autómatas, repitiendo su coherencia de mierda.
Contradecirse es un lujo para los que tienen cerebro
Yo hace tiempo me bajé de esa farsa. Dejé de opinar públicamente sobre casi todo lo que huela a ideología, no porque no piense, sino porque me niego a ser esclavo de mi yo de hace diez años o de algún cretino con demasiado tiempo libre.
Porque contradecirse no es traición. Es inteligencia. Es aceptar que has aprendido algo. Pero claro, para eso hace falta humildad. Y en esto de la humildad, amigos, hemos tocado hueso.
Así que callo. Y vivo en paz. Que los demás sigan en su charca, matándose por tener razón como ratas rabiosas. Que sigan rebuscando frases viejas para colgarlas en la plaza pública. Que se devoren entre ellos.
Yo, simplemente, no juego.
Y que les jodan.