Las civilizaciones no son eternas ni uniformes, vaya por dios: atraviesan fases, como ciclos vitales. Mientras una sociedad crece con furia, otra se estabiliza; mientras una acumula, otra reflexiona. Europa, cuna de algunos de los mayores avances humanos —junto a China y el norte de África en su momento—, hoy vive una etapa distinta a la de regiones como la China actual, que bulle en su apogeo con empleo alto, crimen bajo y una ambición desbordante. Ese vigor nos resulta familiar: así fueron el Imperio Romano, el Imperio Español y los países occidentales hasta no hace tanto. Pero Europa ha dejado atrás esa fiebre expansiva, y yo creo que eso no es un defecto, sino una virtud.
Cuando una sociedad alcanza un cierto techo de progreso material, sus prioridades cambian. Ya no se trata solo de construir o acumular, sino de preservar y perfeccionar. En los países en desarrollo, se levantan ciudades enteras sin mirar mucho al futuro —edificios que no durarán, infraestructuras que colapsarán—. En Europa, en cambio, se piensa antes de actuar. Y sí, eso trae consigo regulaciones, tantas que a menudo se critica como “sobreregulación”. Pero yo lo veo de otra forma: este estilo de progreso pausado, reflexivo, es una ventaja que merece defenderse.
La historia europea está llena de lecciones. Saltar ciegamente hacia lo nuevo —tecnologías como la IA, por ejemplo— puede traer avances espectaculares, pero también desastres duraderos: crisis ambientales, desigualdades sociales, colapsos económicos. Las regulaciones que hoy se critican no hay que verlas como cadenas. No digo que todas las regulaciones sean buenas, pero hay que verlas como filtros, como herramientas de una sociedad madura que ha aprendido a no correr por correr y crecer por crecer. Mientras otras regiones persiguen el “hacer” a toda costa, Europa apuesta por el “pensar”.
No es estancamiento, es sabiduría.
No me malinterpretes, no digo que Europa deba dormirse en los laureles. Pero su rechazo a lanzarse de cabeza a cada novedad no lo veo como miedo al cambio, sino amor por lo que ya ha construido: un estilo de vida único, envidiable, que prioriza la sostenibilidad y la calidad sobre la prisa y la cantidad. En este momento, el progreso europeo no necesita imitar el frenesí de otros. Tiene su propio ritmo, uno que equilibra innovación con estabilidad. Y creo firmemente que ese camino —criticado como lento o excesivamente regulado— es un modelo valioso, no solo para Europa, sino para un mundo que tarde o temprano tendrá que aprender a pausar y reflexionar.