Hace unos días vi algo que me dejó pensando. Un post en Instagram de la pareja de un amigo, todo emocionada, enseñando el nuevo “tesoro” de su salón: una figura de Star Wars, no sé si un Halcón Milenario o un Darth Vader, colocada como si fuera una obra de arte en el centro de su casa.
Y no es la primera vez.
Otro colega, que ya roza los 30, me invitó a su piso y ahí estaba: una vitrina entera de coches de juguete Majorette, de esos que coleccionábamos de críos, expuesta en el salón como si fuera una galería. Y no, no es un cuarto de juegos ni un rincón personal. Es el salón, el espacio donde recibes visitas, donde quieres que todos vean quién eres.
Yo, que me crié siendo el “bicho raro” orgulloso de mis frikadas contra todo oleaje, no sé si reír o sentir un nudo en el estómago.
No me malinterpretéis. Yo amo Star Wars, Regreso al Futuro y todo lo que tiene que ver con la cultura geek. También, de pequeño tenía mis coches de juguete alineados en una estantería, relucientes, como si fueran trofeos. Pero ya no soy un niño ni aquello significa lo que significaba entonces. Algo ha cambiado en cómo se consume esa cultura geek. Ya no es sobre disfrutar lo que nos flipa. Es sobre comprarlo, exhibirlo y gritarle al mundo: “¡Mirad qué friki soy!”. Y lo peor es que, en el camino, se está perdiendo lo que hacía especial a esas cosas.
¿Todo el mundo es friki? Pues entonces ya nadie lo es.
La nostalgia, que antes era nuestra, ahora es un producto. Disney compró Star Wars hace unos años, y de repente todo fueron camisetas, tazas y figuras en cada tienda. Los coches de juguete que mi amigo expone no son con los que jugaba de pequeño; los compró nuevos, en packs de coleccionista, ni siquiera tienen el valor sentimental de ser los coches con los que pasó horas jugando. Es para que todos lo vean al entrar a casa. Es como si estuviéramos pagando por revivir algo que ya no existe.
Lo que me revuelve es esa sensación de que todos están cayendo en la trampa. Ponen estas cosas en sus salones pensando que son únicas, que les hacen especiales, que son “los frikis guays” que siempre quisieron ser. Pero no. Cuando todos tienen la misma figura de Yoda en la mesita del café, cuando cada piso parece un catálogo de merchandising, deja de ser especial, dejas de ser “el friki guay”. Se vuelve mainstream. Y no hay nada menos “guay” que seguir la corriente disfrazándolo de rebeldía.
Me da pena, la verdad. Porque ser friki, para mí, era encontrar un refugio en historias y objetos que nos hacían soñar, no decorar nuestras vidas como si fueran un plató de Instagram. Era conectar con algo profundo, no comprar una identidad para que otros la aplaudan. No sé si soy el único que lo ve así, pero me niego a llenar mi casa de merchandising para sentirme yo mismo. Supongo que seguiré siendo el bicho raro de siempre, aunque ahora eso signifique no seguir la moda de la nostalgia.