Llevo tiempo dándole vueltas a algo que me preocupa: la política se nos ha ido convirtiendo en un partido de fútbol. No hablo de estrategias ni de tácticas, sino de hinchas. De esos que aplauden el gol de su equipo aunque sea en propia puerta, que se ríen del rival cuando tropieza y que se hinchan el pecho con cada “zasca” como si fuera un trofeo. Y no, no me refiero solo a los políticos. Hablo de nosotros, los de a pie, los que miramos el espectáculo desde la grada y jaleamos como si estuviéramos en un derbi. Señores, esto no es política. Es un bochorno.
Siempre he pensado, o querido pensar, que la democracia es otra cosa. Un sitio donde las voces que no encajan no solo tienen derecho a sonar, sino que deberían servir para algo más que alimentar el ruido. Imagina un mundo donde, en vez de atrincherarnos, usáramos esas diferencias para encontrar un punto medio. No hablo de utopías ni de que todos cantemos el kumbayá alrededor de una fogata, sino de algo más práctico y simple: reconocer que el de enfrente no es un monstruo feo y con cuernos, sino alguien que ve la realidad desde otro ángulo. He viajado lo suficiente como para cruzarme con gente de derechas, de izquierdas y de todo lo que hay entre medias, y en ninguno (escuchándolos de verdad) he visto una maldad atornillada a su ideología. Lo que sí he visto es convicción. Gente que cree, con más o menos acierto, que su receta es la que hará que el país (o el mundo) sea un lugar mejor.
Pero aquí estamos. En España, y no solo aquí, la política se ha vuelto un “todo o nada”. Si no estás conmigo, eres el enemigo. Si no aplaudes mi bandera, odias el país. Si no compras mi discurso al 100%, eres un traidor. Y mientras, los líderes (que no son más que un reflejo de lo que somos, no lo olvidemos) se enzarzan en duelos de titulares y réplicas ingeniosas que no llevan a ninguna parte. ¿Resultado? Los hinchas aplauden, las redes se incendian y las soluciones se quedan en el banquillo.
No me malinterpretes, no creo que todos seamos santos ni que las ideas no importen. Hay propuestas que me chirrían y otras que me convencen, como a cualquiera. Pero me niego a pensar que alguien de derechas sea un ogro egoísta por definición, igual que no creo que alguien de izquierdas quiera hundir el barco por puro rencor. El problema es que nos hemos olvidado de escuchar. De humanizar al otro. De asumir que detrás de cada idea, por loca que nos parezca, hay una intención que no siempre es “destruir todo lo bueno”. A veces, solo a veces, hasta tienen un punto.
¿Qué pasaría si en vez de pelearnos por el marcador cambiáramos el juego? Si los políticos (y nosotros con ellos) se sentaran a dialogar de verdad, a mirar resultados en lugar de ideologías, a pillar lo bueno de “los otros” sin que les dé un síncope… No digo que sea fácil, sé que la polarización da votos, da clics, da adrenalina. Pero igual va siendo hora de que dejemos de ser hinchas y empecemos a ser ciudadanos. Porque al final, mientras seguimos gritando en la grada, el partido se juega sin nosotros. Y todos perdemos.