América y España fueron una misma entidad, no una colonia

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Es curioso cómo, al mirar atrás, la historia puede distorsionarse y cómo ciertas narrativas simplificadas pueden cambiar la percepción colectiva. El ejemplo que traigo de esto es la visión errónea y extendida de que España, durante su época imperial, era una especie de país ajeno que explotaba y saqueaba a los territorios de América y Filipinas, como si fueran entidades completamente separadas. Pero la realidad es que esos territorios eran parte integral de España y sus ciudadanos eran súbditos del mismo monarca que gobernaba en Madrid o en Cuenca.

Para entender mejor este punto, hagamos una analogía con la situación actual de Cuenca. Sería absurdo que los conquenses de hoy en día se refirieran a “España” como una entidad externa que viene a extraer sus recursos o a cobrar sus impuestos. Cuando alguien en Cuenca paga impuestos, lo hace dentro de un sistema del que forma parte, y esos impuestos no se perciben como un “robo” por un ente extranjero. Los conquenses son parte de España, y los impuestos que pagan contribuyen al funcionamiento de un país del cual son parte esencial.

Lo mismo ocurría en el Imperio español. Las tierras del “Nuevo Mundo” no eran colonias en el sentido moderno del término, sino provincias del Imperio, sujetas a las mismas leyes y bajo la misma autoridad que las provincias en la Península Ibérica. Los territorios de América y Filipinas eran tan España como Cuenca, y sus habitantes, tanto indígenas como mestizos y criollos, eran parte del mismo cuerpo político.

Sin embargo, en el discurso popular, a menudo se presenta a España como una especie de invasor extranjero que robaba y oprimía a estos territorios. Uno de los grandes mitos que alimentan esta narrativa es el famoso “robo” del oro y la plata. Sí, es cierto que la Corona Española se beneficiaba de los recursos del continente americano, pero lo hacía como lo hace cualquier otro gobierno sobre su propio territorio. De hecho, el famoso “Quinto Real”, la parte que correspondía a la Corona, era un impuesto del ~20% que iba a la península, mientras que el resto se quedaba en los territorios americanos para sustentar la economía local. Al igual que hoy los impuestos en Cuenca no se perciben como un saqueo, el oro extraído de América no era un robo de una potencia extranjera, sino una contribución al funcionamiento de un mismo imperio.

Comparando el Imperio Español, el Romano y otros imperios Europeos

Para entender mejor esta relación, podemos mirar la historia de la Península Ibérica bajo el Imperio Romano. Durante varios siglos, la actual España fue parte del Imperio Romano, y no lo recordamos como una época de opresión o saqueo externo. No decimos que los romanos vinieron a “robar” el oro español, aunque ciertamente se extrajeron riquezas de la península (literalmente derritieron montañas enteras). En lugar de eso, nos consideramos herederos de ese legado cultural, legal y arquitectónico. La Hispania romana no fue una colonia explotada por un poder extranjero, era una parte del Imperio Romano en sí. Los hispanos no éramos simples subordinados, sino parte activa de esa civilización.

Del mismo modo, los territorios americanos y filipinos fueron parte del Imperio Español, y su historia no debería verse como una simple narrativa de opresión y saqueo, sino como una etapa en la que esos territorios fueron parte integral de un imperio global. Hoy, esos países son naciones independientes, con historias ricas y variadas, y deberían estar orgullosos de su pasado sin necesidad de manipularlo o distorsionarlo para justificar su existencia actual.

Un detalle importante para comprender esta confusión histórica proviene de la tendencia a meter al Imperio español en el mismo saco que otros imperios europeos, como el británico, francés, holandés, danés o belga. Esos imperios sí establecieron colonias en el sentido más puro de la palabra: territorios administrados de manera separada, con leyes distintas a las de la metrópoli y con un enfoque más explotador. En el caso del Imperio británico, por ejemplo, las colonias en India, África y América del Norte no eran vistas como parte del Reino Unido, sino como posesiones donde se aplicaban leyes coloniales y se explotaban recursos para la metrópoli. Lo mismo se puede decir de los imperios francés y belga, donde los territorios coloniales tenían un estatus legal separado y muchas veces eran sometidos a sistemas de gobierno completamente diferentes.

En cambio, el Imperio Español era más parecido al modelo del Imperio Romano. No existían “leyes coloniales” separadas; la legislación que regía en América o Filipinas era la misma que en la Península Ibérica. Además, los habitantes de estos territorios tenían los mismos derechos que los ciudadanos de la metrópoli. Este modelo de integración es lo que diferencia fundamentalmente al Imperio Español de los otros imperios europeos.

La distinción es importante porque demuestra que la historia del Imperio español no fue simplemente una historia de explotación, como en el caso de otros imperios coloniales europeos, sino una historia de integración y de creación de una entidad política más grande. De hecho, varios territorios americanos, como el Virreinato de Nueva España, Nueva Granada o el Virreinato del Perú, eran centros de poder y riqueza en el imperio, comparables en importancia a las grandes ciudades de la Península e incluso sobrepasándolas en algunos casos como la Ciudad de México.

Así como España es hoy un país independiente del Imperio Romano, los países que formaron parte del Imperio Español en América y Asia son ahora naciones soberanas. Pero esta independencia no requiere rechazar su historia o demonizar a España como una entidad externa y opresora (además que es anacrónico identificar la actual España con lo que fue el imperio). De la misma manera que los españoles no necesitamos hablar mal de Italia para afirmar nuestra identidad moderna, los países de América y Filipinas no necesitan crear una narrativa de “opresión española” para validar su independencia.

La historia es compleja y las relaciones imperiales no se pueden reducir a simples ecuaciones de opresores y oprimidos. España y sus territorios americanos y asiáticos fueron una unidad política durante siglos, y esa historia compartida es algo que debería ser reconocido y comprendido, no reescrito bajo la luz de narrativas simplistas o anacrónicas. La historia compartida es un legado del que podemos aprender y del que deberíamos sentirnos orgullosos, no una herida abierta que necesita ser reinterpretada constantemente para ajustarse a las agendas políticas o culturales del presente.


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